10. El babilonio más favorecido por la suerte

Sharru Nada, el príncipe mercader de Babilonia, avanzaba orgulloso a la cabeza de su caravana. Le
gustaban los tejidos finos y llevaba ropas caras y favorecedoras. Le gustaban los animales de raza y
montaba con agilidad en su semental árabe. Era difícil adivinar su avanzada edad al mirarlo.
Ciertamente nadie habría podido sospechar que estaba atormentado interiormente.
El viaje a Damasco había sido largo y las dificultades numerosas. No le preocupaba, las tribus árabes
eran feroces y estaban ávidas de saquear sus ricas caravanas, pero no. tenía miedo porque sus
numerosas tropas de guardia le aseguraban una buena protección.
Estaba trastornado por la presencia de aquel joven a su lado que traía de Damasco. Era Hadan Gala,
el nieto de su socio de hacía años, Arad Gula, a quien debía una eterna gratitud. Quería hacer alguna
cosa por su nieto pero cuanto más pensaba en ello, más difícil le parecía, justamente a causa del
joven.
-Cree que las joyas son adecuadas para los hombres pensó mirando los anillos y pendientes del
joven-, y sin embargo tiene el rostro enérgico de su abuelo. Pero él no llevaba ropas de colores tan
llamativos. Lo he invitado a venir conmigo esperando poderle ayudar a hacerse una fortuna y a huir
del derroche con que su padre ha gastado su herencia.
Hadan Gula puso fin a sus reflexiones.
-¿Para qué trabajáis tan duramente, siempre de un lado a otro con vuestra caravana haciendo largos
viajes? ¿Nunca os tomáis un tiempo para gozar de la vida?
-¿Gozar de la vida? -repitió sonriendo Sharru Nada- ¿Qué harías tú para gozar de la vida si fueras
Sharru Nada?
-Si tuviera una fortuna como la vuestra viviría como un príncipe. Nunca atravesaría el desierto,
gastaría los shekeles tan rápido como cayeran a mi bolsa, llevaría las ropas más caras y las joyas más
raras. Esa sería una vida de mi agrado, un vida que merecería la pena de ser vivida -los dos hombres
rieron.
-Tu abuelo no llevaba joyas -Sharru Nada había hablado sin pensar, luego continuó en tono de
broma-. ¿Y no dejarías un tiempo para trabajar?
-El trabajo está hecho para los esclavos -respondió Hadan Gula. Sharru Nada se mordió los labios
pero no respondió, condujo en silencio hasta que el camino los llevó hasta una cuesta. Allí frenó su
montura y señaló hacia el lejano valle verde.
-Mira el valle, mira más lejos y podrás ver las murallas de Babilonia. La torre es el templo de Bel. Si
tu vista es aguda, podrás incluso ver el humo del fuego eterno en lo más alto.
Así, ¿aquello es Babilonia? Siempre he deseado ardientemente ver la ciudad más rica del mundo --
comento Hadan Gula-. Allí donde mi abuelo empezó a levantar su fortuna. Si todavía estuviera vivo,
no estaríamos ahora dolorosamente oprimidos.
-¿Por qué deseas que su espíritu permanezca en la tierra más allá del tiempo que le correspondía? Tú
y tu padre podéis culminar su trabajo
-Desgraciadamente ninguno de los dos tenemos sus dones. Mi padre y yo no conocemos el secreto
para atraer los shekeles de oro.
Sharru Nada no respondió pero aflojó las bridas de su montura y bajó, pensativo, por el sendero que
llevaba al valle. La caravana los seguía envuelta en una nube roja de polvo. Más tarde llegaron al
camino real y tomando rumbo hacia el sur, atravesaron tierras irrigadas.
Tres viejos que trabajaban en un campo llamaron la atención de Sharru Nada. Le parecían
extrañamente familiares, ¡qué ridículo! No se pasa cuarenta años más tarde por un campo y se
encuentran los mismos labradores. Sin embargo, algo le decía que eran los mismos. Uno de ellos
sostenía débilmente el arado, los otros dos, al lado de los bueyes se esforzaban, pegándoles en vano
para que continuaran avanzando.
Cuarenta años antes él había envidiado a esos hombres, ¡qué gustoso habría cambiado con ellos de
lugar! Pero qué diferencia, ahora. Se volvió para mirar su caravana con orgullo, sus camellos y asnos
bien elegidos y pesadamente cargados de mercancías valiosas-provenientes de Damasco, todos
aquellos bienes menos uno le pertenecían.
Señaló a los labradores diciendo.
-Aran el mismo campo desde hace cuarenta años.
-Se deben parecer. ¿Qué os hace pensar que son los mismos?
-Ya los había visto aquí -respondió Sharru Nada.
Los recuerdos recorrieron rápidamente su pensamiento. ¿Por qué no podía vivir en el presente y
enterrar el pasado? Vio entonces, como en una imagen, la cara sonriente de Arad Gula. La barrera
entre él y aquel joven cínico que estaba a su lado cayó.
Pero ¿cómo podía ayudar a un joven soberbio con ideas de lujo y las manos cubiertas de joyas? Podía
ofrecer trabajo en abundancia a hombres dispuestos a trabajar pero nada a los que consideraban que
el trabajo era indigno de ellos. Pero debía a Arad Gula algo más concreto que una tentativa a medias.
Arad Gula y él nunca habían hecho las cosas de esta manera, estaban hechos de otra madera.
Se le ocurrió un plan de manera repentina. No sería fácil. Debía considerar a su familia y su propio
estatus. Sería cruel, haría daño. Pero como era un hombre de decisiones rápidas, abandonó sus
objeciones y se determinó a actuar.
-¿Te gustaría saber cómo tu abuelo y yo formamos una sociedad que se revelaría tan ventajosa?
-¿Por qué no me cuentas sólo cómo conseguiste los shekeles de oro? Eso es lo único que necesito
saber --replicó el joven.
-Comencemos por los hombres que están arando -continuó Sharru Nada ignorando su respuesta-.
Yo no era más viejo que tú. Cuando la columna de hombres de la que yo formaba parte se acercaba a
ellos, Megido el agricultor se burló de la manera en que labraban. Megido estaba encadenado a mi
lado. Mira a esos tipos perezosos, protestó. El que aguanta el arado no hace fuerza para labrar
profundamente, los otros no vigilan que los bueyes no salgan del surco, ¿cómo pueden esperar tener
una buena cosecha si trabajan tan mal?
-¿Habéis dicho que Megido estaba encadenado a vuestro lado? preguntó Hadan Gula sorprendido.
-Sí, llevábamos un collar de bronce alrededor del cuello, una pesada cadena nos unía los unos a los
otros. Cerca de él estaba Zabado, el ladrón de corderos que conocí en Harrun. En la punta, un
hombre al que llamábamos Pirata, porque no quería decir su nombre. Habíamos pensado que era
marinero porque tenía tatuadas en el pecho unas serpientes enroscadas, a la manera de los hombres
de mar. La columna estaba organizada de manera que los hombres pudieran avanzar de cuatro en
cuatro.
-¿Ibais encadenado como un esclavo? preguntó Hadan Gula incrédulo.
-¿Tu abuelo no te dijo que yo fui esclavo en un tiempo?
-Hablaba a menudo de vos pero nunca hizo alusión a eso.
-Era un hombre en el que podías confiar los más íntimos secretos. Tú también eres un hombre en el
que se puede confiar, ¿verdad? -Sharru Nada le miró fijamente a los ojos.
-Podéis contar con mi silencio, pero estoy muy sorprendido. Contadme cómo llegasteis a ser esclavo.
-Cualquiera puede encontrarse en esa situación Sharru Nada se encogió de hombros-. Una casa de
juego y la cerveza de cebada me llevaron a la-ruina. Pagué los delitos de mi hermano.
-Durante una pelea mató a su amigo, yo fui entregado a la viuda por mi desesperado padre para que
mi hermano no fuera perseguido por la ley. Cuando mi padre no pudo conseguir dinero suficiente
para liberarme, ella se enfadó y me vendió en el mercado de esclavos.
-¡Qué vergüenza y qué injusticia! -protestó Hadan Gula-. Pero decidme, ¿Cómo recuperasteis vuestra
libertad?
-Ya llegaremos a eso, pero todavía no. Continuemos la historia. Cuando pasamos ante ellos, los
labradores se mofaron de nosotros. Uno de ellos se quitó el sombrero y nos saludó inclinándose.
“Bienvenidos a Babilonia, gritó, invitados del rey. Os espera en las murallas de la ciudad, donde el
banquete ya está servido, ladrillos de barro y sopa de cebollas” y rieron a mandíbula batiente.
Pirata se enfureció y les maldijo.
“¿Qué quiere decir eso de que el rey nos espera en las murallas?” pregunté.
“En las murallas de la ciudad tendremos que llevar ladrillos hasta que se nos quiebre el espinazo, o
tal vez nos peguen hasta la muerte antes de eso.”
“¿Quién quiere trabajar duramente? comentó Zabado. Esos labradores son listos y no se rompen la
espalda, sólo lo hacen ver.”
“No se puede prosperar siendo un gandul, protestó Megido. Si labras una hectárea, habrás hecho
una buena jornada de trabajo y da lo mismo si tu amo lo sabe o no. Pero si sólo haces la mitad, eres
un gandul. Yo no lo soy, me gusta trabajar y hacerlo bien pues el trabajo es el mejor amigo que he
conocido. Me ha dado toda las cosas buenas que tengo: mi granja y mis vacas, mis cosechas, todo.”
“¿Y dónde están todas estas cosas ahora? se burló Zabado. Creo que es más provechoso ser
inteligente y pasar desapercibido sin trabajar. Mírame a mí, cuando nos ,vendan, yo transportaré
agua o haré algún otra tarea fácil, mientras tú, que te gusta trabajar, te partirás el espinazo
transportando ladrillos” y rió estúpidamente.
Esa noche me invadió el terror, no podía dormir. Me acerqué a la línea de guardia y cuando los otros
se habían dormido, llamé la atención de Godoso, que hacía el primer turno.
Era uno de esos tunantes árabes, una especie de canalla que creía que si te robaba, además te tenía
que cortar el cuello.
“Dime, Godoso, le susurré, ¿nos venderán cuando lleguemos a las murallas de Babilonia?”
“¿Para qué lo quieres saber?”, preguntó prudentemente.
“¿No lo entiendes? le supliqué. Soy joven y quiero vivir. No quiero ser hostigado o azotado hasta la
muerte. ¿Tengo posibilidades de tener un buen amo?”
“Voy a decirte algo, me susurró en respuesta. Tú eres un buen tipo, no me das problemas. La
mayoría de las veces somos los primeros en ir al mercado de esclavos. Escucha ahora: cuando
vengan los compradores, diles que eres un buen trabajador, que te gusta trabajar duro y para un
buen amo. Si no los animas a comprarte, el día siguiente te encontrarás llevando ladrillos, un trabajo
agotador.”
Después se alejó. Me tumbé en la arena caliente mirando las estrellas y pensando en el trabajo.
Aquello que -había dicho Megido de que el trabajo era su mejor amigo me hizo preguntarme si
también sería el mío. Verdaderamente lo sería si me ayudaba a liberarme.
Cuando Megido se despertó, le susurré la buena noticia. Un brillo de esperanza nos acompañó de
camino a Babilonia. A media tarde nos íbamos acercando a las murallas y podíamos ver las filas de
hombres parecidos a hormigas negras que escalaban por los escarpados senderos. Al aproximarnos,
quedamos sorprendidos de ver a miles de hombres que trabajaban, algunos cavaban los fosos, otros
transformaban la tierra en ladrillos de barro. La mayoría carreteaba ladrillos en grandes cestas por
los empinados caminos hasta donde se encontraban los albañiles.
Los vigilantes insultaban a los rezagados y hacían chasquear los látigos en la espalda de los que se
salían de la fila. Algunos pobres hombres agotados se tambaleaban y caían bajo las pesadas cestas,
incapaces de levantarse. Si los latigazos no podían ponerlos de pie, los apartaban de las filas y los
dejaban de lado. Pronto caerían cuesta abajo, con los demás cuerpos de esclavos que esperaban junto
al camino una sepultura sin bendecir. Me estremecí mirando esta escena, aquello es lo que esperaba
al hijo de mi padre si no tenía éxito en el mercado de esclavos.
Godoso tenía razón. Atravesamos las puertas de la ciudad y nos dirigimos hacia la prisión de
esclavos, a la mañana siguiente nos condujeron al recinto del mercado. Allí, los demás esclavos se
apretaban asustados los unos contra los otros y sólo los látigos conseguían que se movieran para que
los vieran los compradores. Megido y yo hablábamos animadamente con todos los hombres que nos
lo permitían.
* Las famosas construcciones de la antigua Babilonia, las murallas, los templos, los jardines
colgantes y los grandes canales fueron posibles gracias al trabajo de esclavos, principalmente
prisioneros de guerra, lo que explica el trato inhumano que recibían. Algunos también eran
ciudadanos de Babilonia y sus provincias, vendidos como esclavos a causa de delitos que hubieran
cometido o de problemas financieros. Era costumbre que los hombres se ofrecieran a sí mismos o a
sus familias para garantizar el pago de préstamos, juicios legales y otras obligaciones. Por lo que
en caso de impago, las personas afectadas podrán ser vendidas como esclavos.
Presenté mi plan a Nana-naid de la siguiente manera: Si una vez haya terminado la pastelería, puedo
disponer de mis tardes para haceros ganar más dinero a vos, ¿no sería justo que compartierais parte
de las ganancias conmigo? Así tendré un dinero propio para poder comprar las cosas que todo
hombre desea y necesita.
“Es bastante justo”, admitió. Cuando le presenté mi plan para vender pasteles de miel, estuvo muy
contento. “Mira qué haremos, sugirió. Los venderás a un céntimo el par; me devolverás la mitad de
lo que ganes para pagar la harina, la miel y la leña necesaria para cocerlos. Yo me quedaré con la
mitad del resto y la otra mitad será para ti.”
Estaba bien contento de aquella generosa oferta que consistía en darme la cuarta parte de mis
ventas. Aquella noche trabajé hasta tarde para fabricar una bandeja sobre la que colocar los pasteles.
Nana-naid me dio uno de sus vestidos usados para que tuviera un aspecto decente y Swasti me
ayudó a arreglarlo y lavarlo.
El día siguiente hice una cantidad de más de pasteles de miel. Comencé a anunciar mi mercancía
paseándome por la calle, los pasteles tenían aspecto de estar bien cocidos y ser apetitosos. A1
principio nadie parecía interesado y me desanimé, pero continué y cuando más tarde los hombres
tuvieron hambre, empezaron a comprar y muy pronto la bandeja estaba vacía.
Nana-naid estaba muy contento de mi éxito y me pagó mi parte gustoso. Yo estaba encantado de
tener algún dinero. Megido tenía razón cuando decía que el amo aprecia los trabajos de un buen
esclavo. Aquella noche estaba tan excitado por mi éxito que apenas pude dormir e intenté calcular
cuánto podía ganar en un año y cuántos años necesitaría para comprar mi libertad.
Pronto encontré clientes regulares paseándome con la bandeja de pasteles. Uno de ellos no era otro
que tu abuelo, Arad Gula. Era vendedor de alfombras y las vendía a las amas de casa. Iba de un
extremo a otro de la ciudad acompañado de un burro cargado de alfombras y de un esclavo negro
que lo cuidaba. Compraba dos pasteles para él y dos para su esclavo, siempre se entretenía a hablar
conmigo mientras los comían.
Tu abuelo me dijo una cosa que recordaré siempre: “Me gustan tus pasteles, muchacho, pero me
gusta aún más el ardor con que los vendes. Un espíritu así te puede llevar muy lejos en el camino del
éxito.”
¿Puedes comprender, Hadan Gula, lo que esas palabras de aliento significaron para un joven esclavo,
solo en una gran ciudad, que luchaba contra sí mismo para encontrar una puerta de salida a su
humillación?
A medida que los meses pasaban, iba engrosando mi bolsa, que empezaba a tener un peso
reconfortante colgada de mi cinturón. El trabajo se había convertido en mi mejor amigo, como había
predicho Megido. Yo estaba feliz pero Swasti se mostraba intranquila.
“Temo por tu amo, pasa demasiado tiempo en las casas de juego”, protestaba.
Un día me invadió la felicidad al encontrar a mi amigo Megido en la calle. Llevaba tres asnos
cargados de verduras al mercado. “Estoy muy bien, dijo, mi amo aprecia mi trabajo y ya soy capataz.
Mira, me confía los productos que vende en el mercado e incluso ha reclamado a mi familia. El
trabajo me ayuda a recuperarme de mi gran desgracia y algún día me ayudará también a comprar mi
libertad y a volver a tener una granja.”
Pasó el tiempo y cada día Nana-naid tenía más prisas por verme llegar después de mi venta.
Esperaba mi vuelta, contaba impaciente el dinero y lo dividía. Me presionaba para que buscara
nuevos clientes y aumentara mis ventas.
A menudo iba más allá de las puertas de la ciudad para buscar a los vigilantes de los esclavos que
construían las murallas de la ciudad. Detestaba ver aquellas escenas desagradables pero encontraba
que los vigilantes eran compradores generosos. Un día ví sorprendido a Zabado que esperaba en fila
para llenar de ladrillos su cesto. Estaba flaco y encorvado y su espalda estaba llena de cicatrices y
llagas producidas por los látigos de los vigilantes. Me dio pena y le di un pastel que aplastó contra su
boca como un animal famélico. Viendo el ansia que se reflejaba en su mirada, corrí antes de que
pudiera atrapar mi bandeja.
”¿Por qué trabajas tan duramente?”, me preguntó un día Arad Gula, casi la misma pregunta que tú
me has hecho hoy, ¿te acuerdas? Le dije lo que me había contado Megido sobre el trabajo y cómo
había resultado ser mi mejor amigo. Le enseñé con orgullo mi bolsa de monedas y le dije que
ahorraba para comprar mi libertad.
“¿Qué harás cuando seas libre?”, preguntó.
“Tengo la intención de hacerme mercader”, respondí.
Entonces me confió algo que nunca había sospechado. Tú no sabes que yo también soy esclavo, soy
socio de mi amo.
Calla -ordenó Hadan Gula-, no escucharé mentiras difamatorias sobre mi abuelo. No era ningún
esclavo.
Sus ojos brillaban de cólera.
Sharru Nada permaneció en calma.
Lo honro por haberse elevado desde su desgracia y haberse convertido en un gran ciudadano de
Damasco. ¿Y tú, su nieto, estás hecho de la misma madera? ¿Eres tan hombre como para hacer
frente a la realidad o prefieres vivir con falsas ilusiones?
Hadan Gula se irguió en la silla, y respondió con la voz ahogada por una profunda emoción.
Todo el mundo amaba a mi abuelo, sus buenas acciones fueron incontables. ¿No fue él quien,
cuando llegó el hambre, compró grano en Egipto y lo transportó en su caravana para distribuirlo
entre la gente y que así no murieran de hambre? ¿Por qué decís que no era más que un despreciable
esclavo de Babilonia?
Si siempre hubiera sido un esclavo, tal vez habría sido despreciable, pero cuando, gracias a su
esfuerzo se convirtió en un gran hombre en Damasco, seguro que los dioses le perdonaron sus
desgracias y lo honraron con su respeto -respondió Sharru Nada.
Tras decirme que era un esclavo me dijo hasta qué punto ansiaba recobrar su libertad. Ahora que
poseía suficiente dinero para comprarla, estaba preocupado por lo que haría en el futuro. Ya no hacía
buenas ventas como antes y temía el momento en que careciera del apoyo de su amo.
Me indigné por su indecisión. “No te ates más a tu amo. Encuentra de nuevo la sensación de ser un
hombre libre.- Actúa como tal y triunfa como tal. Decide qué es lo que quieres conseguir y el trabajo
te ayudará a conseguirlo.” Continuó su camino diciéndome que estaba contento de que lo hubiera
hecho avergonzarse por su cobardía.
Un día fui fuera de las murallas y me extrañó ver allí un gran gentío. Cuando pregunté a un hombre
qué pasaba me respondió: “¿No lo has oído? Han llevado ante la justicia a un esclavo fugitivo que
había matado a un guardián y lo flagelarán hasta la muerte. Incluso el rey en persona estará
presente.”
El gentío era tan numeroso cerca del poste de flagelación que temí acercarme más por miedo a que
volcaran mi bandeja de pasteles de miel. Entonces subí a la muralla inacabada para mirar por
encima de las cabezas. Tuve la suerte de ver a Nabuconodosor en persona que avanzaba en su carro
dorado. Jamás había visto una magnificencia tal, ropas semejantes, paños de tejido dorado
guarnecidos de terciopelo como aquellos.
No pude ver la flagelación, pero pude oír los gritos desgarradores del pobre esclavo. Me pregunté
cómo alguien tan noble como nuestro noble rey podía aceptar ver un sufrimiento tal; pero cuando vi
que reía y bromeaba con sus nobles, supe que era cruel y entendí por qué imponían a los esclavos
que construían las murallas aquellas inhumanas tareas.
Una vez muerto el esclavo, colgaron su cuerpo de una pierna en el poste para que todo el mundo
pudiera verlo. Cuando la muchedumbre se comenzó a dispersar, me acerqué a él, sobre su pecho
reconocí el tatuaje de las dos serpientes abrazadas. Era Pirata.
* Las costumbres de los esclavos de la antigua Babilonia, aunque nos parezcan contradictorias,
estaban severamente por la ley. Un esclavo, por ejemplo, podía poseer bienes de todo tipo, incluso
otros esclavos sobre los que su amo no tenía ninguna potestad. Los esclavos se casaban libremente
con no esclavos. Los hijos de mujeres libres eran libres. La mayoría de los comerciantes de la
ciudad eran esclavos; muchos de estos tenían negocios con sus amos y eran ricos.
Cuando volví a ver a Arad Gula, era ya otro hombre. Me recibió lleno de entusiasmo. “Mira al esclavo
libre. Tus palabras fueron mágicas. Ya mis ventas y beneficios aumentan, mi mujer está encantada.
Ella era un mujer libre, la sobrina de mi amo, y desea ardientemente que nos mudemos a un pueblo
donde nadie sepa que yo he sido esclavo. De esta manera nuestros hijos estarán a salvo de todo
reproche sobre la desgracia de su padre. El trabajo ha sido mi mejor ayuda, me ha hecho capaz de
recuperar la confianza y la habilidad para vender.”
Estaba encantado de haberlo podido ayudar aunque sólo hubiera sido para devolverle los ánimos
que él me había dado.
Una noche, Swasti vino a verme angustiada. “Tu amo está en problemas. Tengo miedo por él. Hace
unos meses perdió mucho dinero en el juego, ya no paga al granjero la harina y la miel, ya no paga al
prestamista. Y ahora están enfadados y lo amenazan.”
“¿Por qué debemos preocuparnos por sus locuras?, dije sin pensar. No somos sus guardianes.”
“Loco, no comprendes nada.” Ha dado tu título al prestamista como aval. Según la ley, puede
reclamarte y venderte. No sé qué hacer, es un buen amo. ¿Por qué se ha de abatir sobre él una
desgracia así?
Los temores de Swasti eran fundamentados, mientras hacia los pasteles el día siguiente por la
mañana, llegó el prestamista con un hombre que se llamaba Sasi. Ese hombre me miró y dijo que le
parecía buen trato.
El prestamista no esperó a que llegara mi amo y le dijo a Swasti que le informara de que me habían
llevado. Con solo la ropa que tenía encima y mi bolsa fuertemente atada a mi cinturón, me obligaron
a alejarme de los pasteles sin acabar.
Me habían alejado de mis deseos más profundos como el huracán arranca el árbol del bosque y lo
arroja en el tempestuoso mar. Una casa de juego y la cerveza de cebada me volvían a causar
desgracias. Sasi era brusco, tosco. Mientras me conducía a través de la ciudad, le iba contando el
buen trabajo que había hecho para Nana-naid y le decía que esperaba hacer lo mismo por él. Su
respuesta no me dio ningún ánimo.
“No me gusta ese trabajo, ni tampoco a mi amo. El rey le ha ordenado que me envíe a construir una
parte del Gran Canal. Mi amo me ha dicho que comprara más esclavos, que trabajara duro y que
acabara rápidamente. ¿Cómo se puede acabar un trabajo tan enorme rápidamente?”
Imagina el desierto sin árboles; tan sólo pequeños arbustos y un sol tan ardiente que el agua de
nuestros barriles se calentaba tanto que nos costaba poderla beber. Después imagina filas de
hombres que bajan a un profundo agujero y suben arrastrando pesados cestos llenos de tierra por
senderos polvorientos, de sol a sol. Imagina la comida servida en abrevaderos que usábamos como
cerdos. No teníamos tiendas ni paja para las camas. En esta situación me encontré. Enterré mi bolsa
en un sitio marcado preguntándome si algún día saldría de allí.
Al principio trabajaba con buena voluntad, pero a medida que los meses pasaban, sentía cómo se me
quebraba el alma. Luego la fiebre se apoderó de mi cuerpo contusionado. Perdí el apetito y apenas
podía comer el cordero y las verduras que nos daban. Por la noche daba vueltas en mi camastro sin
poderme dormir.
En mi miseria me preguntaba si no era el mejor el plan de Zabado, holgazanear e intentar no partirse
el espinazo trabajando. Entonces recordé la última vez que lo había visto y me di cuenta de que su
plan no era bueno.
En mi amargura pensé en Pirata y me pregunté si no era preferible luchar y matar. La memoria de su
cuerpo ensangrentado me recordó que también su plan era inútil.
Entonces me acordé de Megido, sus manos eran profundamente callosas a fuerza de trabajo pero su
corazón estaba ligero y en su rostro había felicidad. Su plan era el mejor.
Sin embargo, yo estaba tan dispuesto a trabajar como Megido; él no habría trabajado más
duramente. ¿Por qué mi trabajo no me proporcionaba felicidad y éxito? ¿Era el trabajo lo que había
dado la felicidad y el éxito a Megido
o estos eran bienes en manos de los dioses? ¿Trabajaría el resto de mi vida sin satisfacer mis deseos,
sin éxito ni felicidad? Todas estas preguntas se agolpaban sin respuesta en mi mente. Estaba
dolorosamente confuso.
Varios días más tarde, cuando ya me creía al límite de mis fuerzas y mis preguntas continuaban sin
respuesta, Sasi me hizo buscar. Mi amo había hecho venir a un mensajero para llevarme a Babilonia.
Cavé para recuperar mi precioso saquito, lo escondí entre mis harapos y partí.
Al marchar, aquellos mismos pensamientos siguieron pasando raudos por mi cerebro febril, como
un huracán dando vueltas a mi alrededor. Me pareció vivir la extraña ,letra de una canción de
Harrun, mi ciudad natal:
Mira al hombre que como un torbellino se comporta como la tormenta, Que en su carrera nadie
puede seguir y su destino nadie puede predecir.
¿Era mi destino ser castigado por no sabía qué? ¿Qué miserias y decepciones me esperaban?
Imagina mi sorpresa cuando, al llegar al patio de la casa de mi amo, vi a Arad Gula que me esperaba.
Me ayudó a entrar y me abrazó como a un hermano perdido hace tiempo.
Por el camino le habría seguido como un esclavo sigue a su amo, pero no me lo permitió. Pasó su
brazo por mis hombros y me dijo: “Te busqué por todas partes. Cuando ya no tenía esperanzas,
encontré a Swasti, quien me contó la historia del prestamista que me condujo hasta tu noble amo. El
ha negociado con dureza y me ha hecho pagar un precio desorbitado pero tú lo vales. Tu filosofía y tu
audacia han inspirado mi éxito actual.”
“La filosofía de Megido, no la mía, interrumpí” “La de Megido y la tuya. Gracias a los dos, ahora
vamos a Damasco, donde te necesito como socio. ¡Mira, exclamó, dentro de un momento serás un
hombre libre!” Diciendo esto sacó del interior de su ropa una tablilla de barro que era mi título. La
levantó por encima de su cabeza y la tiró con fuerza contra el pavimento de piedra para romperla en
mil pedazos. Pisó con alegría los añicos hasta que quedaron reducidos a polvo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas de agradecimiento. Sabía que era el hombre más afortunado de
Babilonia. ¿Ves? El momento de mayor angustia, el trabajo resultó ser mi mejor amigo. Mi buena
voluntad de trabajar me permitió no tener que ir con los esclavos que construían las murallas. E
impresionó a tu abuelo hasta el punto de que me quisiera hacer su socio.
¿Entonces, el trabajo era la clave secreta de los shekeles de oro de mi abuelo? -preguntó Hadan Gula.
Era la única que tenía cuando yo lo conocí -respondió Sharru Nada-. A tu abuelo le gustaba trabajar,
los dioses apreciaron sus esfuerzos y lo recompensaron generosamente.
Empiezo a entender -Hadan Gula hablaba mientras pensaba-. El trabajo atrajo a sus numerosos
amigos que admiraban su perseverancia y el éxito que le proporcionaba. El trabajo le dio los honores
que apreciaba tanto en Damasco. El trabajo le aportó todas esas cosas de la que he disfrutado. ¡Y yo
creía que el trabajo era sólo para los esclavos!
La vida está llena de numerosos placeres de los que puede gozar el hombre comentó Sharru Nada-, y
cada uno tiene su lugar. Estoy contento de que el trabajo no esté sólo reservado a los esclavos. Si así
fuera, me vería privado de mi mayor placer. Hay muchas cosas que me gustan, pero nada reemplaza
al trabajo.
Sharru Nada y Hadan Gula pasaron por la sombra de las elevadas murallas hacia las macizas puertas
de bronce de Babilonia. A su llegada, los guardias de la puerta se pusieron firmes y saludaron
respetuosamente al honorable ciudadano. Con la cabeza bien alta, Sharru Nada condujo la larga
caravana a través de las puertas y por las calles de la ciudad.
Siempre he querido ser un gran hombre como mi abuelo -le confió Hadan Gula-. Nunca había
entendido qué clase de hombre era. Vos me lo habéis mostrado. Ahora lo entiendo, lo admiro aún
más y me siento más determinado a convertirme en un hombre como él. Temo no poderos pagar
nunca por haberme dado la auténtica clave de su éxito; a partir de hoy la usaré. Empezaré
humildemente, como él, y eso será más acorde con mi verdadera condición que las joyas y las bellas
ropas.
Y diciendo esto, Hadan Gula retiró los anillos de sus dedos y los pendientes de sus orejas. Aflojó las
riendas de su caballo, retrocedió unos pasos y se colocó tras el jefe de la caravana con un profundo
respeto.

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