El viejo Banzar, guerrero feroz en otros tiempos, hacia guardia en la pasarela que llevaba a la parte
más alta de las murallas de Babilonia. A lo lejos, valerosos soldados defendían el acceso a las
murallas. La supervivencia de la gran ciudad y de sus centenares de miles de habitantes dependía de
ellos.
De más allá de las murallas llegaban el fragor de los ejércitos que combatían, los gritos de los
hombres, los cascos de miles de caballos, el ensordecedor ruido de los arietes que golpeaban las
puertas de bronce.
Los lanceros estaban en alerta continua, preparados para impedir la entrada en la ciudad en el caso
de que las puertas cedieran. No eran numerosos, los ejércitos principales estaban lejos, hacia el Este,
acompañando al rey, que dirigía una campaña contra los elamitas. No habían previsto que pudieran
ser atacados durante esta ausencia y las fuerzas defensoras eran escasas. Cuando nadie se lo
esperaba, los grandes ejércitos asirios llegaron del Norte. Las murallas deberían soportar el ataque,
si no, sería el fin de Babilonia.
Alrededor de Banzar se agrupaban numerosos ciudadanos con expresión espantada que se
informaban ansiosamente sobre la evolución de los combates. Miraban aterrorizados la hilera de
soldados muertos o heridos que eran transportados o que bajaban de la pasarela.
El asalto estaba llegando al momento crucial, tras haber rodeado la ciudad durante tres días, el
enemigo había concentrado sus fuerzas en aquella parte de la muralla y en aquella puerta.
Las defensas, situadas en la parte superior de la muralla, mantenían a raya a los adversarios que
intentaban escalar las paredes de la muralla mediante plataformas o escaleras echándoles aceite
hirviendo o tirando lanzas a los que conseguían llegar hasta lo más alto.
Los enemigos respondían disponiendo una línea de arqueros que proyectaban una lluvia de flechas
contra los babilonios.
El viejo Banzar ocupaba un puesto elevado desde el que podía ver muy bien todo lo que pasaba, se
encontraba muy cerca del centro de los combates y era el primero en percibir los ataques frenéticos
del enemigo.
Un comerciante de edad avanzada se le acercó.
Decidme, por favor, no podrán entrar, ¿verdad? juntando las dos manos le suplicó-. Mis hijos están
acompañando a nuestro buen rey, no hay nadie para proteger a mi anciana esposa. Robarán todos
nuestro bienes, tomarán todas nuestras reservas. Nosotros ya somos viejos, demasiado para poder
servir como esclavos, nos moráremos de hambre. Pereceremos. Decidme que no podrán entrar en la
ciudad.
-Cálmate, buen comerciante -respondió el guardia -. Las murallas de Babilonia son sólidas. Vuelve al
bazar y di a tu mujer que las murallas os protegerán a vosotros y a vuestros bienes tanto como a los
ricos tesoros del rey. Permanece cerca de la muralla para que no te alcance una flecha.
Una mujer con un bebé en brazos ocupó el lugar del hombre que se retiraba.
-Sargento, ¿Qué noticias hay del combate? Decidme la verdad para que pueda tranquilizar a mi
pobre marido. Está en cama con una gran fiebre producida por sus terribles heridas. Pero insiste en
protegerme con su armadura y su lanza, porque estoy encinta. Dice que la venganza del enemigo
sería terrible en el caso de que entrara.
-Tienes buen corazón porque eres madre, y lo volverás a ser. Las murallas de Babilonia te protegerán
a ti y a tus hijos. Son altas y sólidas, ¿no oyes los gritos de nuestros valientes defensores que tiran
calderos de aceite hirviendo a los que intentan escalar los muros?
-Sí, y también oigo el bramido de los arietes que chocan contra nuestras puertas.
-Vuelve con tu marido, dile que las puertas son fuertes y resistirán el embate de los arietes. Dile
también que a los que escalan las murallas les espera una lanza. Ve con cuidado y date prisa en llegar
a los edificios, donde estarás más segura.
Banzar se apartó para dejar vía libre a los refuerzos armados, cuando pasaban muy cerca de él con su
pesada marcha y los escudos de bronce que tintineaban, una niña estiró del cinturón a Banzar.
-Decidme por favor, soldado, ¿estamos seguros? preguntó-. Oigo ruidos terribles, veo hombres que
sangran
¡Tengo tanto miedo! ¿Qué será de nuestra familia, mi madre, mi hermanito y el bebé?
El viejo militar tuvo que cerrar los ojos y levantar la barbilla mientras alzaba a la niña.
-No tengas miedo, pequeña -le dijo-. Las murallas de Babilonia os protegerán a ti, a tu madre, a tu
hermanito y al bebé. La buena reina Semiramis hace cien años las hizo construir para proteger a
gente como tú. Vuelve y di a tu madre, a tu hermanito y al bebé que las murallas de Babilonia los
protegerán y que no tienen de qué tener miedo.
Todos los días, el viejo Banzar permanecía en su puesto y observaba cómo los recién llegados subían
a la pasarela y combatían hasta que, heridos o muertos, los habían de bajar. A su alrededor, una
muchedumbre de ciudadanos atemorizados y ansiosos quería saber si las murallas aguantarían. El
daba a todos la misma respuesta con la dignidad del viejo soldado: Las murallas de Babilonia os
protegerán.
Durante tres semanas y cinco días continuó el ataque con renovada violencia. Cada día la mandíbula
de Banzar se crispaba más y más, pues el paso, lleno de sangre de los numerosos heridos, se había
convertido en un lodazal por el flujo incesante de hombres que subían y bajaban tambaleantes.
Todos los días, los atacantes masacrados se amontonaban en pilas ante las muralla; todas las noches,
sus camaradas los transportaban y enterraban.
La quinta noche de la última semana el clamor disminuyó. Los primeros rayos de sol iluminaron la
llanura, cubierta de grandes nubes de polvo que levantaban los ejércitos en retirada. Un inmenso
grito se alzó entre los defensores. No había duda sobre lo que quería decir. Fue repetido por las
tropas que esperaban detrás de las murallas, por los ciudadanos en las calles, barrió la ciudad con la
violencia de una tempestad.
La gente salió precipitadamente de las casas, una muchedumbre delirante llenó las calles, los
sentimientos de miedo reprimidos durante semanas se transformaron en un grito de alegría salvaje.
De lo alto de la gran torre de Bel salieron las llamas de la victoria, una columna de humo azul se alzó
en el cielo para llevar bien lejos su mensaje.
Una vez más, las murallas de Babilonia habían repelido a un enemigo poderoso y feroz, dispuesto a
saquear sus ricos tesoros y a dominar a sus ciudadanos y reducirlos a la esclavitud.
La ciudad de Babilonia sobrevivió varios siglos porque estaba completamente protegida. De otro
modo, no lo habría conseguido.
Las murallas de Babilonia ilustran bien las necesidades del hombre y su deseo de estar protegido.
Este deseo es inherente a la raza humana, hoy en día es tan fuerte como en la antigüedad, pero
nosotros hemos imaginado planes más amplios y mejores para llegar a este fin.
Hoy en día, apostados tras los muros inexpugnables de los seguros, de las cuentas bancarias y de las
inversiones fiables, podemos protegernos de las tragedias inesperadas que pueden surgir en
cualquier momento.
No podemos permitirnos vivir sin estar protegidos de manera adecuada.
más alta de las murallas de Babilonia. A lo lejos, valerosos soldados defendían el acceso a las
murallas. La supervivencia de la gran ciudad y de sus centenares de miles de habitantes dependía de
ellos.
De más allá de las murallas llegaban el fragor de los ejércitos que combatían, los gritos de los
hombres, los cascos de miles de caballos, el ensordecedor ruido de los arietes que golpeaban las
puertas de bronce.
Los lanceros estaban en alerta continua, preparados para impedir la entrada en la ciudad en el caso
de que las puertas cedieran. No eran numerosos, los ejércitos principales estaban lejos, hacia el Este,
acompañando al rey, que dirigía una campaña contra los elamitas. No habían previsto que pudieran
ser atacados durante esta ausencia y las fuerzas defensoras eran escasas. Cuando nadie se lo
esperaba, los grandes ejércitos asirios llegaron del Norte. Las murallas deberían soportar el ataque,
si no, sería el fin de Babilonia.
Alrededor de Banzar se agrupaban numerosos ciudadanos con expresión espantada que se
informaban ansiosamente sobre la evolución de los combates. Miraban aterrorizados la hilera de
soldados muertos o heridos que eran transportados o que bajaban de la pasarela.
El asalto estaba llegando al momento crucial, tras haber rodeado la ciudad durante tres días, el
enemigo había concentrado sus fuerzas en aquella parte de la muralla y en aquella puerta.
Las defensas, situadas en la parte superior de la muralla, mantenían a raya a los adversarios que
intentaban escalar las paredes de la muralla mediante plataformas o escaleras echándoles aceite
hirviendo o tirando lanzas a los que conseguían llegar hasta lo más alto.
Los enemigos respondían disponiendo una línea de arqueros que proyectaban una lluvia de flechas
contra los babilonios.
El viejo Banzar ocupaba un puesto elevado desde el que podía ver muy bien todo lo que pasaba, se
encontraba muy cerca del centro de los combates y era el primero en percibir los ataques frenéticos
del enemigo.
Un comerciante de edad avanzada se le acercó.
Decidme, por favor, no podrán entrar, ¿verdad? juntando las dos manos le suplicó-. Mis hijos están
acompañando a nuestro buen rey, no hay nadie para proteger a mi anciana esposa. Robarán todos
nuestro bienes, tomarán todas nuestras reservas. Nosotros ya somos viejos, demasiado para poder
servir como esclavos, nos moráremos de hambre. Pereceremos. Decidme que no podrán entrar en la
ciudad.
-Cálmate, buen comerciante -respondió el guardia -. Las murallas de Babilonia son sólidas. Vuelve al
bazar y di a tu mujer que las murallas os protegerán a vosotros y a vuestros bienes tanto como a los
ricos tesoros del rey. Permanece cerca de la muralla para que no te alcance una flecha.
Una mujer con un bebé en brazos ocupó el lugar del hombre que se retiraba.
-Sargento, ¿Qué noticias hay del combate? Decidme la verdad para que pueda tranquilizar a mi
pobre marido. Está en cama con una gran fiebre producida por sus terribles heridas. Pero insiste en
protegerme con su armadura y su lanza, porque estoy encinta. Dice que la venganza del enemigo
sería terrible en el caso de que entrara.
-Tienes buen corazón porque eres madre, y lo volverás a ser. Las murallas de Babilonia te protegerán
a ti y a tus hijos. Son altas y sólidas, ¿no oyes los gritos de nuestros valientes defensores que tiran
calderos de aceite hirviendo a los que intentan escalar los muros?
-Sí, y también oigo el bramido de los arietes que chocan contra nuestras puertas.
-Vuelve con tu marido, dile que las puertas son fuertes y resistirán el embate de los arietes. Dile
también que a los que escalan las murallas les espera una lanza. Ve con cuidado y date prisa en llegar
a los edificios, donde estarás más segura.
Banzar se apartó para dejar vía libre a los refuerzos armados, cuando pasaban muy cerca de él con su
pesada marcha y los escudos de bronce que tintineaban, una niña estiró del cinturón a Banzar.
-Decidme por favor, soldado, ¿estamos seguros? preguntó-. Oigo ruidos terribles, veo hombres que
sangran
¡Tengo tanto miedo! ¿Qué será de nuestra familia, mi madre, mi hermanito y el bebé?
El viejo militar tuvo que cerrar los ojos y levantar la barbilla mientras alzaba a la niña.
-No tengas miedo, pequeña -le dijo-. Las murallas de Babilonia os protegerán a ti, a tu madre, a tu
hermanito y al bebé. La buena reina Semiramis hace cien años las hizo construir para proteger a
gente como tú. Vuelve y di a tu madre, a tu hermanito y al bebé que las murallas de Babilonia los
protegerán y que no tienen de qué tener miedo.
Todos los días, el viejo Banzar permanecía en su puesto y observaba cómo los recién llegados subían
a la pasarela y combatían hasta que, heridos o muertos, los habían de bajar. A su alrededor, una
muchedumbre de ciudadanos atemorizados y ansiosos quería saber si las murallas aguantarían. El
daba a todos la misma respuesta con la dignidad del viejo soldado: Las murallas de Babilonia os
protegerán.
Durante tres semanas y cinco días continuó el ataque con renovada violencia. Cada día la mandíbula
de Banzar se crispaba más y más, pues el paso, lleno de sangre de los numerosos heridos, se había
convertido en un lodazal por el flujo incesante de hombres que subían y bajaban tambaleantes.
Todos los días, los atacantes masacrados se amontonaban en pilas ante las muralla; todas las noches,
sus camaradas los transportaban y enterraban.
La quinta noche de la última semana el clamor disminuyó. Los primeros rayos de sol iluminaron la
llanura, cubierta de grandes nubes de polvo que levantaban los ejércitos en retirada. Un inmenso
grito se alzó entre los defensores. No había duda sobre lo que quería decir. Fue repetido por las
tropas que esperaban detrás de las murallas, por los ciudadanos en las calles, barrió la ciudad con la
violencia de una tempestad.
La gente salió precipitadamente de las casas, una muchedumbre delirante llenó las calles, los
sentimientos de miedo reprimidos durante semanas se transformaron en un grito de alegría salvaje.
De lo alto de la gran torre de Bel salieron las llamas de la victoria, una columna de humo azul se alzó
en el cielo para llevar bien lejos su mensaje.
Una vez más, las murallas de Babilonia habían repelido a un enemigo poderoso y feroz, dispuesto a
saquear sus ricos tesoros y a dominar a sus ciudadanos y reducirlos a la esclavitud.
La ciudad de Babilonia sobrevivió varios siglos porque estaba completamente protegida. De otro
modo, no lo habría conseguido.
Las murallas de Babilonia ilustran bien las necesidades del hombre y su deseo de estar protegido.
Este deseo es inherente a la raza humana, hoy en día es tan fuerte como en la antigüedad, pero
nosotros hemos imaginado planes más amplios y mejores para llegar a este fin.
Hoy en día, apostados tras los muros inexpugnables de los seguros, de las cuentas bancarias y de las
inversiones fiables, podemos protegernos de las tragedias inesperadas que pueden surgir en
cualquier momento.
No podemos permitirnos vivir sin estar protegidos de manera adecuada.
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