4. La diosa de la fortuna

Si un hombre tiene suerte, es imposible predecir el tamaño de
su riqueza. Si lo lanzan al Éufrates, saldrá con una perla en la mano
Todos las personas desean tener suerte, y ese deseo existía tanto en el corazón de los individuos de
hace cuatro mil años como en los de nuestros días. Todos esperamos la gracia de la caprichosa diosa
de la fortuna. ¿Existe alguna manera de poder obtener no sólo su atención, sino también su
generosidad?
¿Hay algún modo de atraer la suerte?
Esto es precisamente lo que los habitantes de la antigua Babilonia querían saber y lo que decidieron
descubrir. Eran clarividentes y grandes pensadores. Esto explica que su ciudad se convirtiera en la
más rica y poderosa de su tiempo.
En aquella lejana época no existían las escuelas. Sin embargo, sí que había un centro de aprendizaje
muy práctico. Entre los edificios rodeados de torres de Babilonia; este centro tenía tanta importancia
como el palacio los jardines colgantes y los templos de los dioses. Ustedes constatarán que en los
libros de historia este lugar aparece muy poco, probablemente nada, a pesar de que ejerciera una
gran influencia en el pensamiento de aquel entonces.
Este edificio era el Templo del Conocimiento. En él, profesores voluntarios explicaban la sabiduría
del pasado y se discutían asuntos de interés popular en asamblea abierta. En su interior, todos los
hombres eran iguales. El esclavo más insignificante podía rebatir impunemente las opiniones del
príncipe del palacio real.
Uno de los hombres que frecuentaban el Templo del Conocimiento era Arkad, hombre sabio y
opulento del que se decía que era el más rico de Babilonia. Existía una sala especial en la que se
reunían, casi todas las tardes, un gran número de hombres, unos viejos y otros jóvenes, pero la
mayoría de edad madura, y discutían sobre temas interesantes. Podríamos escuchar lo que decían
para verificar si sabían cómo atraer la suerte...
El sol acababa de ponerse, semejante a una gran bola de fuego brillante a través de la bruma del
desierto polvoriento, cuando Arkad se dirigió hacia su estrado habitual. Unos cuarenta hombres
esperaban su llegada, tumbados en pequeñas alfombras colocadas sobre el suelo. Ojos llegaban en
ese momento.
-¿De qué vamos a hablar esta tarde? preguntó Arkad.
Tras una breve indecisión, un hombre altor, un tejedor, se levantó, como era costumbre, y le dirigió
la palabra.
-Me gustaría escuchar algunas opiniones sobre un asunto; sin embargo, no sé si formularlo porque
temo que os pueda parecer ridículo, y a vosotros también, mis queridos amigos
-apremiado por Arkad y los demás, continuó-. Hoy he tenido suerte, ya que he encontrado una bolsa
que contenía unas monedas de oro. Me gustaría mucho seguir teniendo suerte y como creo que todos
los hombres comparten conmigo este deseo, sugiero que hablemos ahora sobre cómo atraer la suerte
para que, de ese modo, podamos descubrir las formas que podemos ,emplear para seducirla.
Un tema realmente interesante --comentó Arkad-. Un tema muy válido. Para algunos, la suerte sólo
llega por casualidad, como un accidente, y puede caer sobre alguien por azar. Otros creen que la
creadora de la buena suerte es la benévola diosa Ishtar, siempre deseosa de recompensar a sus
elegidos por medio de generosos presentes. ¿Qué decís vosotros, amigos? ¿Debemos intentar
descubrir los medios de atraer la suerte y que seamos nosotros los afortunados?
-¡Sí, sí! Y todas las veces que sea necesario --dijeron los oyentes impacientes, que cada vez eran más
numerosos.
-Para empezar -prosiguió Arkad-, escuchemos a todos los que se encuentren aquí que hayan tenido
experiencias parecidas a la del tejedor, que hayan encontrado o recibido, sin esfuerzo por su parte,
valiosos tesoros o joyas.
Durante un momento de silencio, todos se miraron, esperando que alguien respondiera, pero nadie
lo hizo.
-¡Qué! ¿Nadie? -dijo Arkad-. Entonces debe de ser realmente raro tener esa suerte. ¿Quién quiere
hacer ruta sugerencia sobre cómo continuar con nuestra investigación?
-Yo contestó un hombre joven y bien vestido mientras se levantaba-. Cuando un hombre habla de
suelte, ¿no es normal que piense en las salas de juego? ¿No es precisamente en esos lugares donde
encontramos a hombres que pretenden los favores de la diosa y esperan que los bendiga para recibir
grandes sumas de dinero?
-No pares -gritó alguien al ver que el joven volvía a sentarse-. Sigue con tu historia. Dinos si la diosa
te ha ayudado en las salas de juego. ¿Ha hecho que en los dados aparezca el rojo para que llenes tu
bolsa, o ha permitido que salga la cara azul para que el crupier recoja tus monedas que tanto te ha
costado ganar?
No me importa admitir que ella no pareció darse cuenta de que yo estaba allí -contestó el joven
sumándose a las risas de los demás-. ¿Y vos? ¿La encontrasteis esperando para hacer que los dados
rodasen a vuestro favor? Estamos deseosos de escuchar y de aprender.
-Un buen principio -interrumpió Arkad-. Estamos aquí para examinar todos los aspectos de cada
cuestión. Ignorar las salas de juego sería como olvidar un instinto común en casi todos los hombres:
la tentación de arriesgar una pequeña cantidad de dinero esperando conseguir mucho.
-Eso me recuerda las carreras de caballos de ayer -gritó uno de los asistentes-. Si la diosa frecuenta
las salas de juego, seguramente no dejará de lado las carreras, con esos carros dorados y caballos
espumadores. Es un gran espectáculo. Decidnos sinceramente, Arkad, ¿ayer la diosa no os murmuró
que apostarais a los caballos grises de Nínive? Yo estaba justo detrás te vos, y no daba crédito a mis
oídos cuando os escuché apostar a los grises. Sabéis tan bien como nosotros que no existe ningún
tronco en toda Asiría capaz de llegar antes a la meta que nuestras queridas yeguas en una carrera
honesta.
¿Acaso la diosa os dijo al oído que apostarais a los grises porque en la última curva el caballo negro
del interior tropezaría y, de ese modo, molestaría a nuestras yeguas y provocaría que los grises
ganaran la carrera y consiguieran una victoria que no habían merecido?
Arkad sonrió con indulgencia.
-¿Por qué pensamos que la diosa de la fortuna se interesaría por la apuesta de cualquiera en una
carrera de caballos? Yo la veo como una diosa de amor y de dignidad a la que le gusta ayudar a los
necesitados y recompensar a los que lo merecen. No la busco en las salas de juego ni en las carreras
donde se pierde más oro del que se gana, sino en otros lugares donde las acciones de los hombres
son más valerosas y merecen recibir una recompensa.
Al cultivador, al honrado comerciante, a los hombres de cualquier ocupación se les presentan
ocasiones para sacar provecho tras el esfuerzo y las transacciones realizadas. Quizás el hombre no
siempre reciba una recompensa, porque su juicio no sea el más adecuado o porque el tiempo y el
viento a veces hacen fracasar los esfuerzos. Pero si es persistente, normalmente puede esperar
realizar un beneficio, pues tendrá mayores posibilidades de que el beneficio vaya hacia él.
Pero si un hombre arriesga en el juego --continuó Arkad-ocurre exactamente al revés, porque las
posibilidades de ganar siempre favorecen al propietario del lugar. El juego está hecho para que el
propietario que explota el negocio consiga beneficios. Es su comercio y prevé realizar grandes
beneficios de las monedas que tuestan los jugadores. Pocos jugadores son conscientes de que sus
posibilidades son inciertas, mientras que los beneficios del propietario están garantizados.
Examinemos, por ejemplo, las apuestas a los dados. Cuando se lanzan, siempre apostamos sobre la
caza que quedará a la vista. Si es la roja, el jefe de mesa nos paga cuatro veces lo que hemos
apostado, pero si aparece una de las otras cinco caras, perdemos nuestra apuesta. Por lo tanto, los
cálculos demuestran que por cada dado lanzado, tenemos cinco posibilidades de perder, pero, como
el rojo paga cuatro por uno, tenemos cuatro posibilidades de ganar. En una noche, el jefe de mesa
puede esperar guardar una moneda de cada cinco apostadas. ¿Se puede esperar ganar de otra forma
que no sea ocasional cuando las posibilidades están organizadas para que el jugador pierda la quinta
parte de lo que juega?
-Pero a veces hay hombres que ganan grandes sumas -dijo de forma espontánea uno de los
asistentes.
-Es cierto, eso ocurre -continuó Arkad-. Me doy cuenta de ello, y me pregunto si el dinero que se
gana de este modo aporta beneficios permanentes a los que la fortuna les sonríe de esta manera.
Conozco a muchos hombres de Babilonia que han triunfado en los negocios, pero soy incapaz de
nombrar a uno sólo que haya triunfado recurriendo a esa fuente.
Vosotros que esta tarde estáis reunidos aquí conocéis a muchos ciudadanos ricos. Sería interesante
saber cuántos han conseguido su fortuna en las salas de juego. ¿Qué os-parece si cada uno dice lo
que sabe?
Se hizo un largo silencio.
-¿Se incluye a los dueños de las casas de juego? -aventuró uno de los presentes.
-Si no podéis pensar en nadie más -respondió Arkad-, si no se os ocurre ningún nombre, ¿por qué no
habláis de vosotros mismos? ¿Hay alguno entre vosotros que gane regularmente en las apuestas y
dude en aconsejar esta fuente de beneficios?
Entre las risas, se oyó que en la parte de atrás unos refunfuñaban.
-Parece que nosotros no buscamos la suerte en estos lugares cuando la diosa los frecuenta -continuó-
. Entonces exploremos otros lugares. Tampoco hemos encontrada sacos de monedas perdidos ni
hemos visto la diosa en las salas de juego. En cuanto a las carreras, debo confesaros que he perdido
mucho más dinero del que he ganado.
Ahora, analicemos detalladamente nuestras profesiones y nuestros negocios. ¿Acaso no es normal
que cuando hacemos un buen negocio, no lo consideramos como algo fortuito, sino como la justa
recompensa a nuestros esfuerzos? A veces pienso que ignoramos los presentes de la diosa. Quizá nos
ayuda cuando no apreciamos su generosidad. ¿Quién puede hablar del tema?
Dicho esto, un comerciante entrado en años se levantó alisando sus blancas vestimentas.
-Con vuestro permiso, honorable Arkad y mis queridos amigos, quiero haceros una sugerencia. Si,
como habéis dicho, nosotros atribuimos nuestros éxitos profesionales a nuestra habilidad, a nuestra
propia aplicación, ¿por qué no considerar los éxitos que casi hemos tenido, pero que se nos han
escapado, como eventos que habrían sido muy provechosos? Habrían sido raros ejemplos de fortuna
si se hubieran realizado. No podemos considerarlos como recompensas justas, porque no se han
cumplido. Probablemente aquí hay hombres que pueden contar este tipo de experiencias.
-Esta es una reflexión sabia -comentó Arkad-. ¿Quién de entre vosotros ha tenido la fortuna al
alcance de la mano y la ha visto esfumarse de inmediato? Se alzaron varias manos; entre ellas, la del
comerciante. Arkad le hizo un ademán para que hablara.
-Ya que has sido tú el que has sugerido esta discusión, nos gustaría escucharte a ti en primer lugar.
-Con gusto os contaré un hecho que he vivido y que servirá de ilustración para demostrar hasta qué
punto la suerte puede acercarse a un hombre y cómo éste puede dejar que se le escape de las manos
a pesar suyo.
Hace varios años, cuando era joven, recién casado y empezaba a ganarme bien la vida, mi padre vino
a verme y me indicó que tenía que hacer una inversión urgentemente. El hijo de uno de sus buenos
amigos había descubierto una zona de tierra árida no lejos de las murallas de nuestra ciudad. Estaba
situada sobre el canal donde el agua no llegaba.
El hijo del amigo de mi padre ideó un plan para comprar esta tierra y construir en ella tres grandes
ruedas que, accionadas por unos bueyes, consiguieran traer agua y dar vida al suelo infértil. Una vez
realizado esto, planificó dividir la tierra y vender las partes a los ciudadanos para hacer jardines.
El hijo del amigo de mi padre no poseía suficiente oro para llevar a cabo tal empresa. Era un hombre
joven que ganaba un buen sueldo, como yo. Su padre, como el mío, era un hombre que dirigía una
gran familia y con pocos medios. Por eso, decidió que un grupo de hombres se -interesarán por su
empresa. El grupo debía estar formado por doce personas con buenas ganancias y que decidieran
invertir la décima parte de sus beneficios en el negocio hasta que la tierra estuviera lista para su
venta. Entonces, todos compartirían de forma equitativa los beneficios según la inversión que
hubieran realizado.
-Hijo mío -me dijo mi padre-, ahora eres un hombre joven. Deseo profundamente que empieces a
hacer adquisiciones que te permitan un cierto bienestar y el respeto de los demás. Deseo que puedas
sacar provecho de mis errores pasados.
-Eso me gustaría mucho, padre contesté.
-Entonces te aconsejo lo siguiente: haz lo que yo hubiera tenido que hacer a tu edad. Guarda la
décima parte de tus beneficios para hacer inversiones. Con la décima parte de tus beneficios y lo que
te proporcionarán, podrás, antes de tener mi edad, acumular una gran suma.
-Padre, usted habla con sabiduría. Deseo fervientemente poseer riquezas, pero gasto mis ganancias
en muchas cosas y no sé si hacer lo que me aconseja. Soy joven. Me queda mucho tiempo.
-Yo pensaba del mismo modo a tu edad, pero ahora han pasado varios años y todavía no he
empezado a acumular bienes.
-Vivimos en una época diferente, padre. No cometeré los mismos errores que usted.
-Se te presenta una oportunidad única, hijo mío. Es una oportunidad que puede hacerte rico. Te lo
suplico, no tardes. Ve a ver mañana al hijo de mi amigo y cierra con él el trato de invertir en ese
negocio el diez por ciento de lo que ganas. Ve sin dilación antes de que pierdas esta oportunidad que
hoy tienes a tu alcance y pronto desaparecerá. No esperes.
A pesar de la opinión de mi padre, dudé. Los mercaderes del Este acababan de traer ropa de tal
riqueza y belleza que mi mujer y yo ya habíamos decidido que compraríamos al menos una pieza
para cada uno. Si hubiera aceptado invertir la décima parte de mis ganancias en esa empresa,
hubiéramos tenido que privarnos de esas vestimentas y de otros placeres que deseábamos. No quise
pronunciarme hasta que fuera demasiado tarde; fue una mala idea. La empresa resultó más
fructífera de lo que se hubiera podido predecir. Esta es mi historia y muestra cómo permití que la
fortuna se me escapara.
-En esta historia vemos que la suerte espera y llega al hombre que aprovecha la oportunidad --
comentó un hombre del desierto de tez morena-. Siempre tiene que haber un primer momento en el
que se adquieren bienes. Puede ser unas monedas de oro o de plata que un hombre consigue de sus
ganancias por su primera inversión. Yo mismo poseo varios rebaños. Empecé a adquirir animales
cuando era un niño, cambiando un joven ternero por una moneda de plata. Este gesto, que
simbolizaba el principio de mi riqueza, adquirió gran importancia para mí. Toda la suerte que un
hombre necesita debe confluir en la primera adquisición de bienes. Para todos los hombres, este
primer paso es el más importante, porque hace que los individuos que ganan su dinero a partir de su
propia labor pasen a ser hombres que consiguen dividendos de su oro. Por suerte, algunos hombres
aprovechan la ocasión cuando son jóvenes y, de ese modo, tienen más éxito financiero que los que
aprovechan la oportunidad más tarde o que los hombres desafortunados, como el padre de este
comerciante, que no la consiguen nunca.
Si nuestro amigo comerciante hubiera dado este primer paso de joven, cuando se le presentó la
ocasión, ahora poseería grandes riquezas. Si la suerte de nuestro amigo tejedor le hubiera
determinado a dar ese paso por aquel entonces, probablemente ese hubiera sido el primer paso de
una suerte mayor. --
-A mí también me gustaría hablar -dijo un extranjero levantándose-. Soy sirio. No hablo muy bien
vuestro idioma. Me gustaría calificar de algún modo a este amigo, el comerciante. Quizá penséis que
no soy educado, ya que deseo llamarlo de ese modo. Pero, desgraciadamente, no conozco cómo se
dice en vuestro idioma y si lo digo en sirio, no me entenderéis. Entonces, decidme, por favor, ¿cómo
calificáis a un hombre que tarda en cumplir las cosas que le convienen?
-Contemporizador -gritó uno de los asistentes.
-Eso es -afirmó el sirio, mientras agitaba las manos visiblemente excitado-. No acepta la ocasión
cuando se presenta. Espera. Dice que está muy ocupado. Hasta la próxima, ya te volveré a ver... La
ocasión no espera a la gente tan lenta, ya que piensa que si un hombre desea tener suerte,
reaccionará con rapidez. Los hombres fue no reaccionan con celeridad cuando se presenta la ocasión
son grandes contemporizadores, como nuestro migo comerciante.
El comerciante se levantó y saludó con naturalidad como contestación a las risas.
-Te admiro, extranjero. Entras en nuestro centro y no dudas en decir la verdad.
Y ahora escuchemos otra historia. ¿Quién tiene otra experiencia que contar? -preguntó Arkad.
-Yo tengo una contestó un hombre de mediana edad, vestido con una túnica roja-. Soy comprador de
animales, sobre todo de camellos y caballos. Algunas veces, compro también ovejas y cabras. La
historia que voy a contaros muestra cómo la fortuna vino en el momento que menos la esperaba.
Quizá sea por eso que la dejé escapar. Podréis sacar vuestras propias conclusiones cuando os lo
cuente.
Al volver a la ciudad una tarde, tras un viaje agotador de diez días en busca de camellos, me molestó
mucho encontrar las puertas de la ciudad cerradas al cal y canto. Mientras mis esclavos montaban
nuestra tienda para pasar la noche que preveíamos escasa en comida y agua, un viejo granjero que,
como nosotros, se encontraba retenido en el exterior se acercó.
Honorable señor, dijo al dirigirse a mí, parecéis un comprador de ganado. Si es así, me gustaría
venderos el excelente rebaño de ovejas que traemos. Por desgracia, mi mujer está muy enferma,
tiene fiebre y tengo que volver rápidamente a mi hogar. Si me compráis las ovejas, mis esclavos y yo
podremos hacer el viaje de vuelta sobre los camellos sin perder más tiempo.
Estaba tan oscuro que no podía ver su rebaño, pero por los balidos supe que era grande. Estaba
contento de hacer un negocio con él, ya que había perdido diez días buscando camellos que no había
podido encontrar. Me pidió un precio muy razonable porque estaba ansioso. Acepté, pues sabía que
mis esclavos podrían franquear las puertas de la ciudad con el rebaño por la mañana, venderlo, y
conseguir buenos beneficios.
Una vez cerrado el trato, llamé a mis esclavos y les ordené que trajeran antorchas para poder ver el
rebaño que, según el granjero estaba compuesto de novecientas ovejas. No quiero aburriros
describiendo las dificultades que tuvimos para intentar contar a unas ovejas tan sedientas, cansadas
y agitadas. La tarea parecía imposible. Entonces, informé al granjero que las contaría a la luz del día
y le pagaría en ese momento.
“Por favor, honorable señor, rogó el granjero. Pagadme sólo las dos terceras partes del precio esta
noche, para que pueda ponerme en marcha. Dejaré-a, mi esclavo más inteligente e instruido para
que os ayude a contar las ovejas por la mañana. Es de fiar, os podrá pagar el saldo.”
Pero yo era testarudo y rechacé efectuar el pago esa noche. A la mañana siguiente, antes de que me
despertara, las puertas de la ciudad se abrieron y cuatro compradores de rebaños se lanzaron a la
búsqueda de ovejas. Estaban impacientes y aceptaron de buen grado pagar el elevado precio porque
la ciudad estaba sitiada y escaseaba la comida. El viejo granjero recibió casi el triple del precio que a
mí me había ofrecido por su ganado. Era una rara oportunidad que dejé escapar.
-Esta es una historia extraordinaria --comentó Arkad-. ¿Qué os sugiere?
-Que hay que pagar inmediatamente cuando estamos convencidos de que nuestro negocio es bueno -
sugirió un venerable fabricante de sillas de montar-. Si el negocio es bueno, tenéis que protegeros
tanto de vuestra propia debilidad como de cualquier hombre. Nosotros, mortales, somos cambiantes.
Y, por desgracia, solemos cambiar de idea con mayor facilidad cuando tenemos razón que cuando
nos equivocamos, que es sin duda cuando más testarudos nos mostramos. Cuando tenemos razón,
tendemos a vacilar y a dejar que la ocasión se escape. Mi primera idea siempre es la mejor. Sin
embargo, siempre me cuesta forzarme a hacer deprisa y corriendo un negocio una vez que lo he
decidido. Entonces, para protegerme de mi propia debilidad, doy un depósito al instante. Esto me
impide que más tarde me arrepienta de haber dejado escapar buenas ocasiones.
-Gracias. Me gustaría volver a hablar -el sirio estaba otra vez de pie-. Estas historias se parecen.
Todas las veces la suerte se va por la misma razón. Todas las veces, trae al contemporizador un plan
bueno. En todas las ocasiones, dudan y no dicen: Es una buena ocasión, hay que reaccionar con
rapidez. ¿Cómo pueden tener éxito de este modo?
-Tus palabras son sabias, amigo -respondió el comprador-. La suerte se ha alejado del
contemporizador en las dos ocasiones. Pero eso no es nada extraordinario. Todos los hombres tienen
la manía de dejar las cosas para más tarde. Deseamos riquezas, pero ¿cuántas veces, cuando se
presenta la ocasión, esa manía de contemporizar nos incita a retrasar nuestra decisión?
Al ceder a esa manía, nos convertimos en nuestro peor enemigo.
Cuando era más joven, no conocía esa palabra que tanto le gusta a nuestro amigo de Siria. Al
principio, pensaba que se perdían negocios ventajosos por falta de juicio. Más tarde, creí que era una
cuestión de cabezonería. Finalmente, he reconocido de qué se trata: una costumbre de retrasar
inútilmente la rápida decisión, una acción necesaria y decisiva. Realmente detesté esta costumbre
cuando descubrí su verdadero carácter. Con la amargura de un asno salvaje atado a un carro, he
cortado las ataduras de esta costumbre y he trabajado para tener éxito.
-Gracias. Me gustaría hacer una pregunta al comerciante erijo el sirio-. Su vestimenta no es la de un
pobre. Habla como un hombre que tiene éxito. Decidnos, ¿sucumbís ante la manía de
contemporizar?
-Al igual que nuestro amigo comprador, yo también he reconocido y conquistado la costumbre de
contemporizar -respondió el comerciante-. Para mí, ha resultado un enemigo temible, al acecho y
que esperaba el momento propicio para contrariar mis realizaciones. La historia que he narrado es
tan sólo uno de los abundantes ejemplos que podría contar para mostraros-cómo he desaprovechado
buenas ocasiones. El enemigo se puede controlar fácilmente una vez se le reconoce. Ningún hombre
permite de forma voluntaria que un ladrón le robe sus reservas de grano. Como tampoco ningún
hombre permite de buen grado que un enemigo le robe la clientela para su propio beneficio. Cuando
un día comprendí que la contemporización era mi peor enemigo, la vencí con determinación. De este
modo, todos los hombres deben dominar su tendencia a contemporizar antes de poder pensar en
compartir los ricos tesoros de Babilonia.
¿Qué opina usted, Arkad? Usted es el hombre más rico de Babilonia y muchos sostienen que también
es el mis afortunado. ¿Está de acuerdo conmigo en que ningún hombre puede conseguir un éxito
completo mientras no haya liquidado por completo su manía de contemporizar?
Eso es cierto -admitió Arkad-. Durante mi larga vida, he conocido a hombres que han recorrido las
largas avenidas de la ciencia y de los conocimientos que llevan el éxito en la vida. A todos se les han
presentado buenas ocasiones. Algunos las aprovecharon de inmediato y pudieron, de este modo,
satisfacer sus más profundos deseas; pero muchos dudaron y se echaron atrás.
Arkad se giró hacia el tejedor.
-Ya que has sido tú el que nos has sugerido un debate sobre la suerte, dinos lo que opinas a ese
respecto.
Veo la suerte bajo un nuevo prisma. Creía que era algo deseable que pudiera llegar a cualquier
hombre sin que éste realizara esfuerzo alguno. Ahora, soy consciente de que no se trata de un
acontecimiento que uno puede provocar. He aprendido, gracias a nuestra discusión, que para atraer
la suerte, es preciso aprovechar de inmediato las ocasiones que se presentan. Por eso, en el futuro,
me esforzaré en sacar el máximo partido posible de las ocasiones que se me presenten.
-Has entendido muy bien las verdades a las que hemos llegado con nuestra discusión -respondió
Arkad-. La suerte toma a menudo la forma de una oportunidad, pero pocas veces nos viene de otro
modo. Nuestro amigo comerciante habría tenido mucha suerte si hubiera aceptado la ocasión que la
diosa le brindaba. Nuestro amigo comprador, también habría podido aprovechar su suerte si hubiera
completado la compra del rebaño y lo habría vendido consiguiendo un gran beneficio.
Hemos seguido con esta discusión para descubrir los medios necesarios para que la suerte nos
sonría. Creo que vamos bien encaminados. En las dos historias hemos visto cómo la suerte toma la
forma de una oportunidad. De todo esto se desprende la verdad, verdad que por muchas historias
parecidas que contáramos no cambiaría: la suerte puede sonreíros si aprovecháis las ocasiones que
se presentan.
Los que están impacientes por aprovechar las ocasiones que se les presentan para sacarles el
máximo provecho posible atraen la atención de la buena diosa. Siempre se apresura en ayudar a los
que son de su agrado. Le gustan sobre todo los hombres de acción.
La acción te conducirá hacia el éxito que deseas
A los hombres de acción les sonríe la diosa de la fortuna

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